Quito amanece nublado, una densa nube gris cubre todo su cielo y levemente acaricia las cumbres de las montañas; una suave y constante llovizna pone a correr a los cabellos perfectamente planchados. Las aceras y rampas se vuelven trampas mortales, no falta quien resbala, tropieza o más gracioso cae. Los transeúntes, los de a pié, está en constante estafo de alerta, los autos a gran velocidad salpican los charcos que se forman junto a las veredas, y empapan los ternos de oficina y uniformes de colegio.
El común de los mortales busca refugio en las capuchas, chaquetas y paraguas; mientras se eriza la piel al ver quien camina en camiseta o minifalda. El aliento ahora se puede mirar, la temperatura corporal en contraste con el frío día forma una nube visible de todos afuera.
Existe un respiro, entre tanto frío hay un rayo casi invisible de sol, que, más que calentar el ambiente lo humedece.
Los puestos de empanadas y café lucen más llenos que otros días; el café caliente resbala por la garganta irradiando calor al cuerpo tembloroso
Todos los buses circulantes tienen los vidrios empañados, mientras que el ayudante lucha para la mejor visibilidad del chofer, los niños aprovechan la pizarra de la ventana de su asiento para liberar la necesidad de expresarse que los apremia. Como un fantasma desciende la neblina por las faldas de las multiverdes montañas, las envuelven y las difuminan ante nuestros ojos; por unos instantes su grandiosa presencia se ve disminuida a un rastro de lo que era y destellar, cada cuanto, manchas que hasta pierden su color.
Escampa, los vidrio quedan rasguñados por esas gotas delgadas pero violentas que se precipitaron a salir, el viento aún está húmedo y a su paso arrastra los cúmulos de agua que se escondieron en cualquier lugar que pudieron. Ya no duele, los hombros dejaron libre al cuello tomando la posición en la que regularmente nos han visto, desaceleramos, caminamos.
Entre el cielo y el infierno siempre está la tierra, para ponerlos cromáticamente, entre el azul y el rojo siempre hay un ver, lo terrenal, lo mundano.
A Miguel Ángel le fue encargada la última obra que decoraría la Capilla Sixtina en el Vaticano, el tema de este increíble fresco es igual de atractivo como la pintura en sí: “El juicio final”, que si bien se había representado en ocasiones anteriores, jamás se había tomado en cuenta la concepción que este autor podría tener sino hasta el momento de develar su obra.
Este cuadro, a diferencia de muchos sobre el mismo tema, es un tanto abierto, no existe un delimitación entre bocas del cielo o puertas del infierno, sino que las escena se desenvuelve en un azul profundo que evoca la divinidad de un central Cristo, que a diferencia de la imagen delgada y agonizante que siempre ha presentado la iglesia católica, este es atlético, está casi desnudo, no tiene barba, pero sí un increíble parecido con Júpiter de la mitología griega, que se encuentra junto a su madre; ella con mirada suplicante se dirige hacia la humanidad que no cuenta entre los santos de Cristo.
Existe una segunda figura en orden de importancia y siguiendo el recorrido visual que nos invita a hacer la obra y es San Bartolomé, por el cuchillo que apuña en su mano derecha y la piel, que sería la suya misma que sostiene en la mano izquierda, sobre esta imagen se dice que es un autorretrato de Miguel Ángel. Continuamos situándonos en los puntos focales de la obra y en la parte superior derecha e izquierda notamos seres robustos tomando tres objetos muy interesantes; los instrumentos de la pasión; la cruz, la corona de espinas y el poste de los azotes revelan la visión del artista de una segunda venida de un Cristo victorioso que deja atrás el pasado de la crucifixión; estos seres son muy distintos a los ángeles tradicionales, seres alados y con rostros de niños son reemplazados ingeniosamente por Miguel Ángel por robustos hombres desnudos.
Los ángeles del as trompetas del Apocalipsis anuncian el fin; cinco de ellos envueltos en telas carmesí suenan sus instrumentos mientras que dos de ellos muestran a los condenados el libro de la Revelación, otro dato interesante dentro de la obra es que es la presencia de un ser mitológico Caronte, barquero de la mitología griega, producto de la inventiva de Miguel Ángel, que plasmó lo que ya se vería anteriormente en la Divina Comedia de Dante. Entre los jueces del Hades se encuentra Minos, de la mitología griega, con un parecido al maestro de ceremonias de la época: Biagio de Cesena, pues era quien se quejaba de las figuras que se pintaba en la capilla del papa, llevaba una serpiente mordiéndole los genitales.
Las nubes apenas opacan el radiante cielo azul y lo que podría ser una terrible representación del último sufrimiento humano se convierte en esta magnífica obra de arte
El misticismo es uno de los fundamentos de una iglesia católica, los débiles accesos de sol golpean los rostros sin vida de las imágenes que se encuentran en los templos, sus miradas perdidas y sus rostros suplicantes causan extrañas sensaciones en cualquier tipo de persona, un deseo incontenible de huir, huir sin necesariamente saber a dónde. El crujir de los viejos pisos de madera completa el panorama, apenas reposa el peso del cuerpo sobre la punta del pie y dentro de las tablas se acomodan una serie de astillas en su interior que provocan un sonido que estremece.
Grandes latones de metal están cubiertos de cera, las velas que les prenden a sus santos se han derretido al punto de formar un solo cuerpo, los confesionarios de madera oscura y terciopelo rojo conservan la culpabilidad y la urgencia de purgar las penas que no atormentan en las noches.
El pan de oro, firma del Barroco es el inconfundible brillo que vislumbra al entrar a la iglesia de la Compañía de Jesús, hasta el más ínfimo detalle está recubierto de estás láminas de difícil trato, de entre las columnas nacen rostros de ángeles, niños con cabello castaño y ondulado casi siempre de ojos claros. Las bancas de madera especialmente diseñadas para que el creyente se ponga sobre sus rodillas están perfectamente alineadas y direccionan la vista hasta el altar, mucho más profundo que el de otras iglesias y más alto también.
Tres personas están sentadas, el resto son extranjeros que camina boquiabiertos por los rededores del templo siguiendo indicaciones de un anglohablante. Desde la entrada hacia la derecha y al fondo se levanta tenebroso el cuadro del infierno, lienzo que demuestra el castigo eterno para cada uno de los pecados. Se le nota el paso del tiempo, ha perdido fuerza y brillo, o tal vez no causa el mismo efecto en una sociedad que rescata muchos de los títulos de estas penitencias como virtudes.
Se levanta una luz blanca al fondo, junto al altar se abre un portón de madera y los rayos del sol pegan en el vidrio de una vitrina; más de cerca se distingue un mostrador y una división en “y”, y como manecilla de reloj la primera sala visitada es la derecha. Una enorme estructura de grandes vigas de madera ocupa toda la habitación, en medio de cada sección una campana, teñida de óxido y cuarteada aún siente deseos de replicar, a su alrededor fotografías de los trabajadores que hicieron posible que esta pieza estuviera al alcance del tacto del público, hombres haciendo equilibrio en los angostos campanarios de ladrillo en reconstrucción, echan mano de todas sus fuerzas para acarrear a los monstros de bronce.
Por el pasillo se abre un arco a la sala de la izquierda, donde en forma de procesión se han dispuesto los trajes ceremoniales; púrpura, rojo y blanco, son los colores que predominan y para cada uno de ellos está preparada una tarjeta informativa, como quien los está siguiendo La Custodia, cruz de metales y piedras preciosas dentro de un cuadrado de vidrios que la resguardan. Alrededor de los cordones de terciopelo que resguardan los atuendos hay objetos litúrgicos, destinados para que los visitantes admiren el minucioso trabajo de los artesanos para fabricar cada pieza expuesta.
Después de rodear la sala, y como escondido nace un nuevo arco, esta vez más bajo que el anterior que lleva a una sala con carencia casi absoluta de luz, paredes de ladrillo y un ambiente más frío que el del resto del lugar. Un escalofrío recorre el cuerpo al ver dentro un Cristo postrado y lacerado como si se tratase de un velorio.
Dentro de una iglesia católica, en especial una tan antigua como esta, el ambiente es diferente, se respira un aire que no es el mismo del resto de lugares del a ciudad, se siente la presencia de una mística compañía.