El misticismo es uno de los fundamentos de una iglesia católica, los débiles accesos de sol golpean los rostros sin vida de las imágenes que se encuentran en los templos, sus miradas perdidas y sus rostros suplicantes causan extrañas sensaciones en cualquier tipo de persona, un deseo incontenible de huir, huir sin necesariamente saber a dónde. El crujir de los viejos pisos de madera completa el panorama, apenas reposa el peso del cuerpo sobre la punta del pie y dentro de las tablas se acomodan una serie de astillas en su interior que provocan un sonido que estremece.
Grandes latones de metal están cubiertos de cera, las velas que les prenden a sus santos se han derretido al punto de formar un solo cuerpo, los confesionarios de madera oscura y terciopelo rojo conservan la culpabilidad y la urgencia de purgar las penas que no atormentan en las noches.
El pan de oro, firma del Barroco es el inconfundible brillo que vislumbra al entrar a la iglesia de la Compañía de Jesús, hasta el más ínfimo detalle está recubierto de estás láminas de difícil trato, de entre las columnas nacen rostros de ángeles, niños con cabello castaño y ondulado casi siempre de ojos claros. Las bancas de madera especialmente diseñadas para que el creyente se ponga sobre sus rodillas están perfectamente alineadas y direccionan la vista hasta el altar, mucho más profundo que el de otras iglesias y más alto también.
Tres personas están sentadas, el resto son extranjeros que camina boquiabiertos por los rededores del templo siguiendo indicaciones de un anglohablante. Desde la entrada hacia la derecha y al fondo se levanta tenebroso el cuadro del infierno, lienzo que demuestra el castigo eterno para cada uno de los pecados. Se le nota el paso del tiempo, ha perdido fuerza y brillo, o tal vez no causa el mismo efecto en una sociedad que rescata muchos de los títulos de estas penitencias como virtudes.
Se levanta una luz blanca al fondo, junto al altar se abre un portón de madera y los rayos del sol pegan en el vidrio de una vitrina; más de cerca se distingue un mostrador y una división en “y”, y como manecilla de reloj la primera sala visitada es la derecha. Una enorme estructura de grandes vigas de madera ocupa toda la habitación, en medio de cada sección una campana, teñida de óxido y cuarteada aún siente deseos de replicar, a su alrededor fotografías de los trabajadores que hicieron posible que esta pieza estuviera al alcance del tacto del público, hombres haciendo equilibrio en los angostos campanarios de ladrillo en reconstrucción, echan mano de todas sus fuerzas para acarrear a los monstros de bronce.
Por el pasillo se abre un arco a la sala de la izquierda, donde en forma de procesión se han dispuesto los trajes ceremoniales; púrpura, rojo y blanco, son los colores que predominan y para cada uno de ellos está preparada una tarjeta informativa, como quien los está siguiendo La Custodia, cruz de metales y piedras preciosas dentro de un cuadrado de vidrios que la resguardan. Alrededor de los cordones de terciopelo que resguardan los atuendos hay objetos litúrgicos, destinados para que los visitantes admiren el minucioso trabajo de los artesanos para fabricar cada pieza expuesta.
Después de rodear la sala, y como escondido nace un nuevo arco, esta vez más bajo que el anterior que lleva a una sala con carencia casi absoluta de luz, paredes de ladrillo y un ambiente más frío que el del resto del lugar. Un escalofrío recorre el cuerpo al ver dentro un Cristo postrado y lacerado como si se tratase de un velorio.
Dentro de una iglesia católica, en especial una tan antigua como esta, el ambiente es diferente, se respira un aire que no es el mismo del resto de lugares del a ciudad, se siente la presencia de una mística compañía.
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